viernes, 5 de febrero de 2016

Soliloquio #1


Parece que los dulces, como parte de toda gastronomía, reflejan la cultura del país al que pertenecen. He visto varios videos (más de los que me gustaría reconocer) en internet de estadounidenses o británicos probando dulces típicos mexicanos. Aunque lo de <<típico>> no si sea correcto, tal vez sería más adecuado llamarles <<dulces populares>>. De los que todos comimos a la salida de la escuela o en el recreo, que llenaban nuestras bolsitas en cada fiesta y alimentaban las piñatas. 

Dulces de la marca Vero, paletas cubiertas de chile con sabor a tamarindo, polvitos aciditos, gomitas en forma de frutas cubiertas de chile, Pelón pelo rico, Lucas... Tarritos. Cada uno de los extranjeros que los prueba no puede evitar hacer muecas. No soportan más de dos segundos el sabor de lo que sea que estén degustando. Tal vez tenga que ver con que para ellos los dulces (sweets) son eso, de manera más literal. 

Los americanos acostumbrados a sabores chocolatosos, frutales, suaves y amables con el paladar no pueden concebir que los niños mexicanos disfruten ese horrible sabor ácido o de la sensación de picor en la lengua. Al igual que los británicos, se alejan decepcionados y tal vez asqueados de lo que cualquier niño mexicano <<pide su limosna>>

La lengua puede detectar cuatro sabores (cinco si contamos el umami) salado, amargo, dulce y ácido; sin embargo la mayoría de los dulces mexicanos afirman en sus envolturas tener un sabor picante. El picor propiamente no es un sabor (aunque los mexicanos nos empeñemos en llamarle <<desabrido>> a todo lo que no encienda nuestra lengua). A diferencia de lo dulce o lo salado, lo picoso no es detectado por las papilas gustativas, sino por los nociceptores. Estos receptores son los encargados de enviar al cerebro información sobre cualquier estímulo doloroso que ponga en peligro a los tejidos. Así que long story short, los dulces mexicanos <<saben>> a dolor y a lumbre. 

Quien nace en México es entrenado desde la más tierna infancia a recibir, aceptar y disfrutar del dolor, sea en los dulces, las celebraciones o en la vida. Aprendemos a vivir con esto, comprendemos que tras todo lo dulce se esconde un poco de sufrimiento. Y que al superarlo vendrán las mieles. ¿O quién no llegó casi derrotado y sin lengua a la parte dulce de las paletas de sandía? Ver los colores verde y rojo, mientras moquéabamos victoriosos era la mayor prueba de que las adversidades habían pasado. 

Y pronto, mientras crecíamos, nos dimos cuenta de que el ardor en la lengua era el menor de los dolores. Para muchos <<sufrir>> cobró otro significado, por ejemplo, al perder a alguien querido. 


Conforme nuestra vida avanzaba, irónicamente se veía cada vez más acompañada de ausencias, de muerte. Pero así como de pequeños habíamos aprendido a apreciar el dolor que conllevaban nuestras golosinas, nos entrenamos también a valorar estas pérdidas. Y no sólo eso, sino que estábamos seguros de que la muerte era asunto de burla, de fiesta y diversión. Como los dulces, la Muerte era cosa de niños.

La Muerte era ese pedazo de papel con un esqueleto dibujado que vestíamos de médico, maestro, policía... y que pegábamos en el salón de clases. La Muerte era esa calaca con vestido y sombrero que venía en nuestros libros de Español. La Muerte era una carta de la Lotería. La Muerte era flaca y dientona. La Muerte era pretexto para disfrazarnos y salir a la calle a pedir dinero. La Muerte era nuestro recuerdo más vivonuestra anécdota más graciosa, nuestro abuelo más querido.  

Y, ¿qué hacíamos entonces?  Llamábamos a la Muerte, la invocábamos a nuestra casa. Le abríamos las puertas y esperábamos ansiosos que se encontrara con nuestra ofrenda. Porque nos era conocida, sabíamos cuál era su platillo favorito, su mejor foto y su flor preferida. Porque aprendimos a aceptar que forma parte de la gastronomía de la vida. Sin Ella acechándonos, ¿qué nos empujaría a realizarnos

Cuando comemos mucho picante, los nociceptores se vuelven menos sensibles al estímulo de éste, por lo que ya no mandan señales tan fuertes al cerebro; puesto que ya no consideran que el tejido se encuentre en peligro cada vez que comemos algo con chile. Es decir, la resistencia y la frencuencia con la que consumamos picante serán directamente proporcionales.

Después de toda la parafernalia que vivimos con nuestra Muerte en casa, en familia, nos dimos cuenta poco a poco de que Ella no es la única. Existen muchas como la nuestra, existen muchos ofreciéndole comida, abriéndole sus puertas. Pero cada año son más tristes los recuerdos y las anécdotas que la se cuentan.

En México se habló de la Muerte para burlarse, se usó su picor para divertirnos, se usó demasiado y ahora nos ha escaldado la lengua. Ahora se habla de ella todo el tiempo y en todas partes. Se habla de tantas muertes y tan desconocidas que no cuesta trabajo olvidarlas. El mexicano tan acostumbrado a su compañía, se ha desensibilizado ante su presencia. Ya no nos da miedo, ya no nos duele, aunque nos dañe. Las señales de peligro ya no nos llegan, la <<normalidad>> las ha bloqueado. 

México es el país escaldado ante la propia desgracia. Porque al mexicano no le gusta la gente que se queja, ésas son puterías payasadas. Porque al mexicano le enorgullece aguantarse, y entre más duela mejor. ¿Y qué si los extranjeros nos miran con desconcierto cuando le damos otra mordida a nuestro dulce? Allá ellos que no aguantan nada. Porque aquí, siempre vemos lo bueno en todo lo malo. Y porque Dios aprieta pero no ahorca. 

Recordar la muerte de nuestros seres queridos no es malo, como no es malo comer picante. Adormecernos la lengua y la conciencia a costa nuestra, eso es lo grave. 
 
¡Viva o Muera México, cabrones!


 


 

 



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