domingo, 7 de febrero de 2016

Soliloquio #2

La Torre de Babel
 
Alguien, espero, está leyendo estas líneas en algún lugar. Quien sea, entiende en menos de un segundo lo que quiero decir con ellas. Quien sea, realiza un movimiento ocular de izquierda a derecha e interpreta estos signos mediante descargas eléctricas cerebrales; forma imágenes de éstos en su mente y los comprende sin mayor esfuerzo. ¿Pero todo se reduce a eso?

Es asombroso detenerse, aunque sea por un instante, a reflexionar sobre el lenguaje presente a todas horas y en cualquier lugar. Incluso solos, hablamos con nosotros mismos. Es algo tan natural que se da por sentado, como respirar. 

De hecho, respirar y comunicarse no son actividades tan distintas y, aunque la primera es una función biológica, podemos al igual que la segunda, controlarla. Por ejemplo, podemos decidir en qué momento aguantar la respiración o con qué velocidad inhalar y exhalar, incluso hay quienes hacen de ello un arte de la relajación. 

La comunicación es igual de maleable, el hombre decide cuándo y de qué manera expresarse. Pero sobre todo, la similitud entre estas funciones radica en que son esenciales al hombre y sin alguna moriría. Las dos son tan intrínsecas a su naturaleza que no puede privarse de éstas. Vive tan inmerso en ellas que incluso se olvida de que las ejerce. Durante todo el día respiramos y sólo pocas veces nos percatamos de ello, probablemente alguno de los que lean este texto habrá tenido dificultad para respirar cuando leyó que lo hacía. La conciencia de ello nos provoca angustia, de repente tememos olvidar cómo hacerlo, pues sabemos que de eso depende nuestra vida. Así, todo el día nos encontramos inmersos en el lenguaje; no se entienda por éste sólo el habla, sino la escritura o los gestos. A cualquier hora, ya sea con otros o con uno mismo, constantemente comunicamos o interpretamos algún mensaje. Y así como no podemos imaginar una vida sin aire que respirar, no creo que podamos imaginar un mundo sin intercambio, sin voces.
 
El lenguaje siempre ha estado íntimamente ligado con la cultura y, en última instancia, con la sociabilidad del humano. ¿Para qué necesitamos signos si no es para comunicarnos unos con otros? Si el lenguaje no fuera un instrumento de socialización, cada uno tendría sus propios términos para interpretar el mundo, no existiría la convención. Y, ¿cómo podríamos vivir en un ambiente tan inconexo? ¿Sería posible que existiera tal lugar? 

Me parece que la respuesta es negativa, pues el hombre necesita organizarse para poder sobrevivir. Su naturaleza gregaria lo obliga a crear acuerdos para mejorar la convivencia y, sin duda, uno de los más importantes es el lenguaje. 

Recordemos, por ejemplo, el relato bíblico acerca de Babel, la ciudad en la cual los hombres se reunieron para, en conjunto, construir una torre tan alta que llegara al cielo. Pues al ser sobrevivientes del Diluvio temían ser de nuevo hundidos en las profundidades de las aguas. Dios, al percatarse de sus pretensiones, confundió las lenguas, de manera que los hombres que trabajaban en la construcción no pudieran entenderse. Pues Él mismo reconoció en el lenguaje que todos ellos compartían, un peligro: con un idioma común todo lo podrán lograr, se dijo. El Génesis nos relata cómo fue que la comprensión entre los hombres se nubló. La construcción de la torre se vio entorpecida y los humanos, entonces esparcidos sobre la Tierra, no tuvieron más el mismo idioma.


¿Qué tiene el lenguaje de poderoso que pudo ser amenaza para el mismo Dios? Según parece, es la convención establecida entre los hombres un elemento fundamental para la organización exitosa de una comunidad. De haber continuado los hombres con el mismo idioma, ¿habrían llegado al cielo? ¿Sería el mundo ahora diferente? ¿Más pacífico? Lo único cierto es que el relato de Babel, ficticio o no, ilustra perfectamente el alcance del lenguaje y cómo su desarrollo provoca cierta camaradería o unión entre los humanos que lo utilizan. Parece que el compartir un lenguaje es, en última instancia, compartir una visión del mundo.

El lenguaje y el mundo están tan íntimamente ligados que teniendo uno se adquiere casi automáticamente el otro. De alguna manera es posible que conozcamos al mundo por las expresiones que utilizamos para describirlo. La forma en la cual lo describimos, leemos o señalamos, es la misma en la que lo percibimos. Del lugar en el que crecemos adquirimos no sólo una lengua sino una forma de vida. 

Podemos observar claramente cuando aprendemos algún idioma extranjero que no nos basta con memorizar simplemente las construcciones gramaticales o sintácticas que lo conforman para poder decir que lo dominamos, sino que debemos también entender la cultura en la cual se habla tal lengua para poder al menos aspirar a comprenderla. Las expresiones que cada pueblo utiliza para comunicarse son tan suyas como sus cosmovisiones, gastronomía, religión, etc.: a tal grado que si no hemos crecido o vivido en la comunidad de la cual pretendemos aprender un idioma, con todos sus modismos y simbolismos, es muy difícil (tal vez imposible) llegar al sentido verdadero, a las creencias detrás de sus expresiones. Pocas veces estamos conscientes de esto: podemos aprender otra lengua y entender lo más básico o superficial de ésta, pero siempre habrá algo oculto, casi secreto, perteneciente sólo a aquellos nativos del idioma; un metalenguaje.

Y no hablemos ya de países o de problemas entre la traducción de dos lenguas distintas, sino de comunidades. En un mismo territorio pueden generarse distintos modismos y visiones del mundo. De un barrio a otro la jerga cambia, como cambian las costumbres y el entorno. El mundo se nos presenta infinito, abierto a la descripción que hagamos de él, a las interpretaciones. Sin embargo, cabe preguntarnos ¿el lenguaje se construye a partir del mundo que nos rodea? O, ¿el mundo se construye por el lenguaje que lo describe? ¿Hablamos de las cosas como se nos presentan o se nos presentan como hablamos de ellas? Es el eterno problema del huevo y la gallina, ¿qué es primero? Pero, ¿hay un primero? Tal vez mundo y lenguaje nacen simultáneamente. Puede ser que mundo, lenguaje y hombre nazcan al mismo tiempo.

Imaginar el momento justo de iluminación en el cual pudimos comprender a nuestros padres es un ejercicio interesante. Probablemente se dio incluso antes de poder pronunciar cualquier palabra. Ese misterioso estado en el cual no éramos completos extraños a lo que sucedía alrededor nuestro, pero tampoco lo entendíamos del todo. Y si lo pensamos más a fondo, era en ese estado cuando el mundo nos sorprendía más. Cuando el lenguaje con el cual vivíamos no estaba completo, porque tampoco conocíamos del todo al mundo. 

Como Adán en el Paraíso, nombrando cada animal, así éramos de niños aprendiendo un lenguaje, aprehendiendo al mundo. Con cada expresión que adquiríamos permeaba casi imperceptible un pensamiento, un prejuicio. Crecimos en el mundo al mismo tiempo que el mundo crecía en nosotros. Y  crecía según lo iban sembrando nuestros padres, país, costumbres e incluso nuestra economía. 

No obstante, envejecimos y nos dimos cuenta de que la realidad es mucho más rica de lo que pudimos percibir alguna vez. Pues hubo un tiempo remoto en el que nuestras palabras y las de nuestros padres no bastaron para abrazarla. Se nos acabaron las novedades de las cuales hablar y el lenguaje por descubrir, con ellos se agotó el asombro. De repente, dejamos de ser niños y empezamos a ser adolescentes, adultos; hablamos y creímos conquistar nuestra lengua. Ya nada podía sorprendernos, entendíamos todo lo que pasaba a nuestro alrededor. Creíamos que al entender nuestro mundo comprendíamos al universo. 

De repente un día nos topamos con un extraño, un forastero que no creció ni vivió como nosotros. Aquel no se expresaba de la misma forma que los nuestros. Y de nuevo nuestra torre se derrumbó, el fantasma de Babel reapareció amenazando con hundirnos en las aguas del diluvio de la confusión. Tal vez este otro pertenecía a un país, barrrio o estrato social distinto, pero sin importar su procedencia nos hizo cuestionarnos. Nos hizo reflexionar y hacernos conscientes de que estábamos respirando sin percatarnos de ello, temimos olvidar cómo hacerlo así que respiramos más agitadamente. Hasta que  finalmente aprendimos que para nadar en este mar teníamos que contener la respiración. Cada tanto sumergirnos y avanzar. Lo único que resta ahora es descubrir qué tan profundo es el océano.

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