lunes, 21 de febrero de 2022

Soliloquio #10

 Fue Día del Amor y la Amistad y me di cuenta de que nunca me he enamorado; pensaba que sí, pero no. La primera vez confundí incertidumbre con amor, la segunda resignación con amor, y la tercera sacrificio con amor. Los tres sucesos, que devinieron en rupturas cada vez más dolorosas, comparten un origen: la creencia de que el amor debía romperme para luego transformarme. Según lo que había visto, leído, escuchado y creído hasta hace poco, el amor para vivirse tenía que sufrirse. La idea de luchar por el ser amado implicaba sentir dolor, que habría de ser recompensado una vez vencidos los obstáculos de la relación, cualesquiera que fueran.

La ilación de lo lastimoso con el enamoramiento suena contradictoria, pero la realidad es que no es difícil caer en esta falacia cuando desde pequeños somos educados bajo esa noción. Tal vez la primera gran historia de amor que nos contaron fue la de Romeo y Julieta: enamorarse es estar dispuesto a morir por el otro. Enamorarme es negar mi existencia si esta implica su ausencia. Poco a poco permea la idea de que soy insuficiente, no me basto sola. Luego llegaron los cuentos de hadas que narraban las hazañas de príncipes tan valientes que solo por un beso de la princesa cabalgaban a tierras lejanas para combatir dragones. Enamorarme es tomar riesgos por el otro a quien no conozco, pero idealizo. 

Enamorarse es ser una sola carne, desdoblarse y volcarse en el otro. Ser los dos uno mismo, almas gemelas. Pareciera que el mayor acto de amor es olvidarse de sí y entregarse sin cuestionamientos; una entrega que siempre implica posesión. Si el otro me elige para ser suya y me reconoce como objeto de deseo, valgo. A su vez para recibirme debe soltar quien es, de lo que resulta un encuentro vacío. 

Querer ser el todo de la otra persona y a cambio convertirla en el nuestro es la gran mentira del amor romántico. La promesa de una unión sempiterna resulta insostenible si se sigue la premisa de que para amar hay que abandonarse. ¿De qué sirve entregarlo todo cuando una se reduce a nada? 

"Sin ti no sé vivir", "Eres todo para mí", "A donde vayas, yo voy", "Eres todo lo que quiero", "Te necesito", "Eres toda mi felicidad", "Tengo miedo a perderte", ¡cuántas frases hay que por su dramatismo creíamos románticas! De la literatura, la idea del amor como suplicio pasó a las canciones. Crecimos escuchando toda clase de versos que pregonaban idolatría entre amantes. Si no cantábamos sobre encontrar el amor, tarareábamos coros para lamentarnos por haberlo perdido. El desbordamiento emocional era necesario para demostrar amor incondicional. Teníamos que pelear por el otro, insistir en continuar sin importar qué tan desgastante pudiera ser mantenerlo cerca.

¿Pero de dónde viene la añoranza de ser dueño del otro, de sus celos y pasiones? ¿De dónde nace la necesidad de ser contenido por la voluntad ajena? ¿Por qué provocarte solo yo y nadie más? Creo que hacerse cargo de uno mismo es abrumador, por eso anhelamos a otro que reconozca en nuestra existencia algo preciado. Es de fuera de donde viene el impulso de preservarnos, el afán de ser salvados a la vez que intentamos ser salvador. Elijo consagrarme a ti, porque es más fácil que enfrentarme a mis carencias. 

El verdadero acto de amor no es desvivirse por el otro, sino vivir por uno mismo. Amar a alguien es liberarlo de la responsabilidad de hacerme feliz. 

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